
La oscuridad
invadía el interior de aquel viejo recinto, por los cristales entraban
unos tenues reflejos y se podía apreciar cierta claridad provocada
por la luna, que esa noche, cómo no, era luna llena. El silencio se rompió cuando
empezó a sonar por el hilo musical El Concierto de Aranjuez.

Ajenos a todo
el barullo de esa noche primaveral estaban ellos, la salsa Perrins y
el tarro de patatas Gutarra. En esos momentos sonaba por el hilo musical la Pequeña Serenata Nocturna de
Mozart. Esa noche no celebrarían como en otras ocasiones la llegada de una
oferta especial ni la semana fantástica o la semana de la China. No. Esa noche,
se celebraba una despedida, porque con la llegada de los recortes el
supermercado dejaba de importar productos ingleses, y la salsa Perrins estaba en
primer lugar para abandonar el recinto.
Las
despedidas de los productos en los supermercados no solían ser tristes, todo lo
contrario, puesto que salir de allí significaba que te ibas a un
restaurante o a un hogar, y claro, allí te valoran, te miman y te aprecian por
encima de todo, entre otras cosas porque para eso te han comprado.
Pero esta
despedida fue muy diferente a las anteriores, y por ello, sentó un precedente a
partir de esa noche; la llamaron… la fiesta injusta. Sonaba ambientalmente el
aria ‘La reina de la noche’ de la ópera La Flauta Mágica de
Mozart.
Para Perrins
y Gutarra este final que se iba a producir en tan solo unas horas, significaba
algo distinto. A pesar de no tener muchas cosas en común y desde el principio
estar en secciones muy diferentes, se habían entendido muy bien. Los dos
tenían una erre doble en sus nombres, que eso parece que no… pero une mucho,
los dos eran de cristal, y unos meses atrás, los dos habían sido
protagonistas de otro relato.
No hay
antecedentes literarios que hablen sobre tarros de patatas cocidas Gutarra
ni de salsas Perrins, tampoco existen los de mejillones en escabeche o los
de aceitunas rellenas de anchoa, claro está, pero que los hubieran
escogido a ellos de entre miles y miles de productos como protagonistas, es
algo que los marcaría para siempre.
La fiesta
estaba en su punto más álgido y continuaba en todos los pasillos. El hilo musical
les ofrecía en esos momentos La
Cabalgata de las Valquirias de Wagner; las botellas de mojito
se habían desmadrado hasta tal punto que corrían alborotadas y fogosas detrás
de las patatas Lays a la vinagreta, las galletas Chiquilín se deshacían por los
halagos y todo tipo de piropos lanzados por los batidos de Cola-Cao desde las estanterías de
los lácteos, los pobres no podían abandonar la zona de refrigerados porque
tenían que mantener su temperatura fresca y estar siempre por debajo
de los cinco grados. En ese punto, hasta la tímida fabada Asturiana, que
nunca se había movido de su estantería, paseaba solemnemente por todas las
calles del supermercado al son de El Vals de las Flores de Tchaikovsky. Ella
iba escoltada por los macarrones Gallo a un lado y por el arroz La Fallera al otro, los dos
trataban de conquistarla y la llevaban hacia el pasillo de los bombones
para que se deleitara viendo todas las variedades que existían en el mercado.
Al verles pasar a su lado, el pan de molde Bimbo, el muy pillín, silbaba
disimuladamente Las Bodas de Fígaro de Mozart.
Empezaba a
amanecer y los primeros rayos de sol entraban con fuerza en el supermercado. Los
productos iban poco a poco volviendo a sus estanterías y secciones, algunos con
más resaca que otros, pero todos preparados y asumiendo el destino que le iba a
tocar vivir ese día.
Sonaba el
majestuoso Canon de Pachelbel por el hilo musical y ahí estaban ellos: la salsa
Perrins y el tarro de patatas Gutarra. Uno frente al otro, sin saber qué decir
ante lo inevitable, y sabiendo que, aunque la separación era inminente, se
tendrían el uno para el otro para siempre, porque los recuerdos y los momentos
que pasaron en aquel supermercado fueron lo más bonito que habían vivido
jamás.